Por Ricardo Burgos
Poco antes de las siete de la noche llegué al andén de la estación Mixcoac de la Línea 12 del Metro. Había un buen número de personas en la espera del siguiente tren, muy normal a esa hora. En cuanto llegó el vagón, nos arremolinamos para entrar; muchas personas se desesperan para ser las primeras en entrar y conseguir un asiento. Yo nunca me preocupo por eso porque suelo viajar de pie, les dejo los lugares a quienes lo desean o lo necesitan más que yo.
Estaba a punto de cerrar la puerta del vagón cuando un pasajero muy singular se subió apresuradamente antes que sonara el timbre de cierre. Casi lleno, el hombre se hizo espacio como pudo y se colocó a un lado mío en el pasillo, cerca de una puerta de salida.
El personaje traía una caja de cartón abierta y la protegía como si fuera un objeto muy valioso. De inmediato la observé y traía objetos muy simples que para mí no ameritaba cuidar de esa manera. Él es un poco bajo de estatura, con un cubrebocas, bronceado – parecía que acababa de llegar de la playa, vestía sencillo con una camisa de color mamey, abajo una playera verde estampada y un pantalón de mezclilla roto por varias partes, como lo usan muchos jóvenes ahora.
Parado junto a él, me atreví a preguntar qué era lo que traía en la caja de cartón abierta, aunque se observaba a simple vista: un ejemplar del Libro de los Mormones, una botella con agua con jabón, un frasco de desodorante, dos pares de pantuflas usadas y una especie de camiseta negra. Además, no dejaba de tararear o balbucear algunas frases, que no se le entendían.
El hombre me explicó con una voz muy clara, cuando lo cuestioné, que el Libro de los Mormones contienen los textos sagrados de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; la botella de agua con jabón es para limpiar los pecados y las pantuflas son, unas, de una mujer que falleció y las otras de su mamá que murió en un robo.
Casi al llegar a la estación Hospital 20 de Noviembre se despidió de mí, pero la gente no lo dejó bajar porque se arremolinaron en la salida y subió otro grupo de personas. Le dije: no se pudo; ahora será para la siguiente, ahí también yo me bajo, le comenté mientras él cubría como un tesoro esa caja que estaba a punto de desarmarse por los apretones de la multitud.
En Zapata pudimos bajarnos juntos y cuando me acerqué pude oler su aliento; exhalaba aroma a un alcohol fuerte, a lo mejor mezcal o chinguirongo (una bebida preparada con alcohol del 96 y refresco de naranja). Me di cuenta que no estaba sobrio, traía una buena borrachera, tanto que tal vez ni siquiera sabía porqué cargaba esa caja y su contenido ¿Estuvo bebiendo? Le pregunté y me respondió de inmediato que no, que se había tomado un Ibuprofeno para el dolor de una herida que tenía en la pierna y me mostró una parte del muslo en una abertura del pantalón en la cual se notaba una especie de cicatriz. Mire, me dijo, aquí tengo una cuchillada de una vez que me quisieron asaltar.
Según él no sabía por qué se había bajado en Zapata si él iba hasta en Mexicaltzingo. Pero desde la estación anterior quería bajarse, le señalé. Es que me empujaron, pretextó. Me consta que nunca lo empujaron; él se bajó por su propia voluntad.
Se me hizo inútil seguir charlando con él porque me contestaba incongruencias. Le di la mano para despedirme y él también lo hizo con una frase: bueno, señor, me dio mucho gusto conocerlo; me llamo Ariel Vega. ¿Cómo se llama usted? Ricardo, le contesté y le pedí: váyase con mucho cuidado, don Ariel, no vaya a perder su caja; después lo vi alejarse con su desvencijado paquete aprisionado con su brazo derecho y se perdió entre los pasillos del andén. Se nota que ya estamos en temporada decembrina, pensé.
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