Por Ricardo Burgos Orozco
El domingo pasado fui a la calle de Guatemala, en el centro. Tomé el Metro en Ermita hasta Zócalo Tenochtitlán, de la Línea 2. Siempre que voy por esos rumbos paso a visitar, aunque sea por fuera el edificio sede de la Secretaría de Educación Pública en la calle de Brasil número 31. Trabaje once años en una de esas oficinas y decía que era un privilegio estar ahí porque es como si conviviera todos los días con la historia educativa y cultural de México.
Ahora que fui, iba caminando desde la salida del Metro y recordé que en un principio cuando llegué en 2007 –trabajé once años en la SEP — me molestaba mucho salir a comer porque había mucha gente en las calles de los alrededores y en varias ocasiones llevaba comida para quedarme en la oficina. Después me fui acostumbrando y disfrutaba recorrer de vez en cuando desde Brasil hasta el Eje Central Lázaro Cárdenas y de regreso.
Frente al majestuoso edificio de la SEP está la Plaza de Santo Domingo, para muchos conocida como la Universidad de Santo Domingo porque desde hace muchos años se encuentran ahí infinidad de negocios de imprenta que te ofrecen títulos profesionales en cuatro o cinco mil pesos, facturas apócrifas de todo tipo y cualquier certificado que desees por una módica cantidad de dinero. Ahora ya no es tanto, pero antes desde que bajabas del Metro “alguien” – hombre o mujer — se acercaba a ti para brindarte sus servicios. No dudo que varios políticos sean “egresados” de la Universidad de Santo Domingo.
Una ocasión una persona conocida me habló por teléfono para comentarme que le habían “expedido” a su hijo un certificado de preparatoria en una imprenta de Santa Domingo, para que pudiera obtener un trabajo y me pedía revisarlo para ver si “pasaba”. De inmediato le contesté que era muy peligroso obtener un documento falso, que no lo fuera a presentar en ningún lado porque podía enfrentarse a una acusación penal. Me colgó y ya nunca me volvió a llamar.
Estar dentro del edificio de la SEP es imponente desde que entras. Durante el tiempo que estuve siempre quedaba absorto con las riquezas históricas. Es como trabajar en un museo. El inmueble mismo, construido en 1921, es una joya. Hay murales de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Roberto Montenegro, Luis Nishizawa, Rubén Anguiano, Manuel Felguerez y otros más. Casi todos los días se hacían eventos en el Salón Hispanoamericano, donde están las pinturas de los secretarios de Educación Pública desde José Vasconcelos a la fecha.
Pero lo mejor de todo el tiempo en la SEP fue conocer a cientos de maestras y maestros de todos los niveles desde educación inicial hasta postgrado. Admirables son los profesores de kínder o primaria, por ejemplo, que tienen un sueldo muy bajo, viajan desde muy lejos para llegar a su centro escolar y aún así, dan clase con todo su entusiasmo y soportando los malos humores y reproches de los papás y los berrinches de los chamacos. Supe de varios casos en los que los profesores tenían que aguantar amenazas con armas, por haber reprobado a tal o cual estudiante.
Otro grupo admirable son los profesores de los Centros de Atención Múltiple, que tratan con estudiantes con discapacidad. Ellos tienen que enseñar y al mismo tiempo actuar como psicólogos, enfermeros y doctores, en muchas ocasiones sin estar preparados.
Alguna vez una maestra de secundaria me comentó: usted tiene dos hijos y los puede regañar o hasta darles una nalgada para tranquilizarlos, pero yo tengo que controlar sólo con persuasión, sin gritos y buenos modos, a 50 adolescentes inquietos, en la edad de la pubertad, o corro el riesgo que me demanden ellos o sus papás.
Ya de regreso en uno de los vagones de la Línea 2 hacia Ermita, iba pensando que definitivamente se extraña trabajar en la SEP, pero el privilegio y la experiencia nadie me los quita.
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