Por Ricardo Burgos Orozco
He sostenido que cuando viajas todos los días en el Metro no faltan cosas raras que veas o te ocurran situaciones anormales. Muchos de ustedes no me dejarán mentir si también se transportan seguido en el llamado “gusano naranja”, en cualquiera de sus 12 líneas.
La semana pasada, por la tarde, me subí en Zapata, de la Línea 3. Como estaba mucha gente de vacaciones los vagones iban semi vacíos. Me senté, pero confieso que fue porque vi a una mujer de mediana edad que traía unas pestañas postizas enormes y las uñas muy grandes, pintadas de color verde con algunos adornos, que hacían llamar mucho la atención. Se notaba que ella se sentía muy bien así.
Metiche que soy, le pregunté a la dama si no le molestaba para hacer cosas o incluso para contestar el celular. De inmediato me dijo, algo molesta, que ella no trabajaba con las uñas, sino con los dedos.
Otra ocasión, me subí en la estación Impulsora, de la Línea B, nuevamente me senté y enfrente, en uno de los asientos, había dos latas de cerveza, por supuesto vacías que seguramente dejó alguien de fiesta.
Cómo no recordar aquella ocasión que sirvió para mi primera historia en el Metro cuando una mujer desaliñada se subió al vagón, le cedieron un asiento, sacó su grabadora de casete, puso una cinta con la canción Obsesión de Los Babys y la repitió infinidad de veces a todo volumen, sin que le importara la gente que venía alrededor.
Quiero imaginarme que aquella persona o personas que las traían se las tomaron ahí mismo y dejaron los recipientes. Tal vez fue de noche porque hay menos vigilancia en los andenes.
Hace unas semanas un hombre se subió en la estación Mixcoac con una caja de cartón desvencijada con una botella de agua con jabón, dos pares de pantuflas y el Libro de los Mormones. Cuando le pregunté me contestó incongruencias: que las pantuflas eran de una mujer y su mamá ya fallecidas, que a él lo habían intentado matar muchas veces, que el Libro de los Mormones lo traía para limpiar los pecados.
Pocos minutos después olí que venía tomado y, aunque nos bajamos en la misma estación, no supo por qué se había bajado en Zapata.
Inolvidable aquella ocasión en la Línea 3, de regreso a Zapata, cuando un grupo de niños iba comiendo dulces y me pegaron una paleta de caramelo en la parte trasera del saco; me di cuenta hasta que llegué a la oficina y la secretaria me dijo que traía la paleta balanceándose como badajo de campana.
Cómo olvidar también a Raúl, ese bolero simpático y amable, que se encuentra afuera de una de las salidas de la estación Politécnico, de la Línea 5, que cuando le da grasa a tu calzado por primera vez te pide permiso para hacerte 50 preguntas de historia y civismo de nivel básico y al final te da tu calificación.
Tengo amigos y conocidos que no creen muchas de las historias que cuento. Siempre les digo: súbanse más seguido al Metro.
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